Ella existía en cada latido, en el soplo de su aliento.
Existía en cada palabra encadenada a un deseo o a una duda.
En la mirada clara de sus ojos grises.
Existía en el gracioso renacer de cada alborada.
En el ir y venir de las estaciones,
de los sueños y de los cuartos cambiantes de la Luna.
Existía en sus vestidos y aromas,
en las lágrimas olvidadas del pasado,
en el devenir de su tiempo.
Ella existía
para morir en soledades ajenas.
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